dissabte, 18 d’agost del 2012

Cròniques d'una client francesa del 1956

Com que ja era una tradició publicar en aquest bloc els discursos del 15 d'Agost, us passo el de l'any passat doncs era molt bonic ja que donava a conèixer una crònica del primer dia a l'hotel Muntanya d'una client francesa l'any 1956:


Aquest any tinc una novetat en el discurs i és que per primera vegada en aquests anys no l’he escrit jo. Resulta que el va escriure una client francesa el 1956. Però tranquils, que no el faré en anglès sinó en una altra llengua que malgrat no ser la nostra, tots la podeu entendre. Us llegiré una crònica que va fer  Mme Montsegur el 1956 narrant el seu primer viatge i el seu primer dia a l’hotel Muntanya. Fins i tot el fet que el tinguem en castellà ens situa perfectament en aquella època doncs resulta que aquesta Mme ho va enviar a un mossèn de Meranges que va conèixer a l’hotel i aquest ens ho va enviar en castellà per tal que ho féssim arribar a les seves amistats de Prullans. Van ser d’aquells primers clients francesos que van portar la tradició de la petanca al nostre hotel. Aquestes clients van venir mentre la salut els ho va permetre. Us ho llegeixo tal qual:

Un domingo radiante, cerrando la puerta de la rutina de la vida cotidiana, para todo un mes, partimos.
El tren se nos lleva hacia los Pirineos catalanes españoles. Por la ventana del departamento miro deslizarse el paisaje de verano salpicado de sol.

Al filo del mediodía llegamos a Bourg-Madame. Una banal pequeña estación nos acoge, lejos del a ciudad.
Después de las formalidades en uso en la aduana francesa, vamos a la aduana española donde otras formalidades nos esperan.
Por fin, salvada la barrera atravesada sobre la carretera, entramos en España, en Puigcerdá.
Dejando atrás la ciudad edificada sobre una altura, cogemos un autocar en dirección de Prullans.
Como el vehículo rueda sin prisa sobre la carretera inundada de luz, miro desplegarse el panorama: montañas rocosas de Cerdaña que se dirían espolvoreadas de escarcha bajo el sol que las ilumina, río caprichoso que, muy cerca, fluye a pleno cauce, y se aleja luego para juguetear otra parte, enhiestos chopos que se destacan sobre el cielo de un azul intenso, aglomeraciones de viejas casas enanas.
Ante un poste indicador, sobre le borde de una pequeña carretera, el autocar se detiene; estamos en la parada de Prullans, hay que apearse.
Para conducirnos al pueblo que se esconde en el flanco del monte, un carruaje ha venido a buscarnos.
Es un coche antiguo, montado sobre dos grandes ruedas y otras dos más pequeñas, con cubierta descapotable.
Con la ayuda de un estribo elevado nos encaramos para tomar asiento sobre la banqueta, y este modo de locomoción para la última etapa constituye una divertida novedad.
Al ritmo lento de la caballería, el coche sube la pendiente; trato entonces de descubrir el villorio que va a recibirnos.
No se divisa ningún edificio; aquí y allá algunas vacas en los prados, o un pequeño rebaño de ovejas en la cuesta reverdeciente; sólo un arroyo cayendo una cascada viene a perturbar el apacible encanto de la montaña.
De pronto aparecen a un recodo las primeras casas de Prullans, y, dominándolas con su par de pisos, el Hotel Montaña donde residiremos en lo qe duren nuestras vacaciones.
Es un edificio de reciente construcción, concebido en acorde con el paisaje.
A lo lardo de la fachada de piedras grises, trepan las rosas que decoran deliciosamente los balcones rústicos.
En la puerta del hotel nos acogen los amos con su buen gracejo familiar; Más tarde vendrán a juntarse de nuevo con nosotros para charlar un rato; pero la tarde está avanzada, hay que ir a la comida.
Ante todo nos introducen en la habitación que nos es reservada en el segundo piso.
Allí nos lleva una escalera, impregnada del efluvio agreste de la madera fresca.
La pieza es ancha, de sobrio mueblaje, pero confortable  de una exquisita limpieza. Entre las dos camas, sobre la pared encalada, un pequeño cuadro de la Sagrada Familia, pone una nota piadosa.
Del otro lado, la ventana encuadra la cadena de montañas que recorta sus picos aserrados en el horizonte.
Son las tres cuando penetramos en el comedor, donde se está terminando a penas la comida, ya que estas se sirven muy tarde en España. La larga sala de embaldosado rosa es clara y agraciada. Junto a las bayas que se abren sobre la terraza florecida, están dispuestas unas pequeñas lámparas de madera y cordaje en forma de proa de nave.
Aparece en prolongación un salón amuelado según el mismo estilo, adornada con un águila disecada, la cual, encima de la puerta despliega sus alas a punto de tomar el vuelo.
Y la jornada se acaba en la instalación de nuestra provisional estancia que queremos nos resulte atractiva.
Al día siguiente, el hotel se despierta a todos los rumores de la vida, traídos por el nuevo día que se anuncia radiante.
Respiro entonces en la ventana el aire fresco de la mañana, impregnado de olores indefinidos: hierba húmeda de rocío, heno cortado, trigo segado.
En el cielo, las golondrinas se persiguen con gritos embriagadores, y en su loca carrera, llegan a rozar el canto de la techumbre.
Abajo, la pradera desciende la cuesta hasta la pequeña carretera polvorienta que serpentea hasta tanto que se junta con la otra más importante la cual, más abajo, se prolonga de un lado hacia puigcerdà y del otro hacia Seo de Urgel.
En el horizonte, las montañas perfectamente dibujadas se destacan con precisión como sobre un mapa.
Hay pequeños pinos diseminados sobre las primeras estribaciones, luego es la imagen de la sierra con sus picos rocosos, y cuyos flancos conservan todavía bloques de nieve que refulgen al sol naciente.
Después del almuerzo, vamos a reconocer al pueblo edificado a 1100m. de altura, en la falda de la montaña, estirada de arroyuelos, perfumada de espliego.
Se nos presenta en toda su rústica simplicidad, con sus callejones de línea caprichosa, alfombradas de heno, orladas de casas de campo, de pequeñas viviendas cuyos balcones florecidos perforan la uniformidad de las viejas fachadas.
Antes de llegar a la plaza, cerda del abrevadero, una avenida estrecha conduce a la iglesia pobre y rechoncha, empotrada en una casa de payés de la que nada la distinguiría a no ser por el campanario cuadriculado, en el cual del amontonamiento de los techos emerge con su flecha limpiamente inscrita sobre el fondo oscuro de la montaña.
Todo está en calma y silencioso; luego el silencio se anima con el susurro de los álamos, el rechinar de una aserradora rudimentaria, la canción de una lavandera acompañando el quebrarse del agua, el toque del reloj desgranando las horas.
Tal es nuestro pueblo de vacaciones, llamado Prullans.
¡Cuántos variados placeres en el rodar cotidiano de estas vacaciones!
El sol mañanero alumbra nuestros paseos por el cercano monte.
Aquí, después de las últimas casas, no hay árboles ni zarzales espesos sino pendientes azuladas de espliego, de este fono espliegos de aroma delicioso y fresco.
A veces, un ciruelo silvestre, enmarcando el camino nos ofrece sus frutos agridulces, o un torrente brioso su onda cristalina.
Vamos subiendo siempre más arriba para alcanzar el repecho y descubrir nuevos horizontes.
Allí, el panorama es a la vez dulce y áspero: algunas espigas rubias inclinan sus cabezas al viento ligero, más lejos una casa solitaria, una capilla abandonada, una cabaña de pastor proyectan sobre el infinito sus cenceñas siluetas que nos atraen.
La alquería llamada Oren es antigua, sus viejas murallas conservan todavía en los ángulos las atalayas del tiempo de los moros.
La capilla está cerrada, no podemos entrar. La cabaña nos dispensa su sombra discreta.
La bajada es rápida pues el sol calienta y hay que abrigarse de su ardor. Hacia el mediodía llegamos al hotel, pero más de dos horas nos separan de la comida, el tiempo de jugar un bridge.
La mesa de juego está colocada frente a la sierra, bajo la pérgola que alegran las dalias y las rosas, y la partida empieza.
A veces el amo del hotel, cuya hospitalidad es tradicional, viene a buscarnos para ir a su bodega a catar un vinillo tinto.
En fila india, vaso en mano, desfilamos ante el tonel, que mana un vino suavemente coloreado, de muchos grados y seco como un trallazo.
En lo más alto del pueblo, hay un camino que conduce a la fuente.
Después de la siesta, paseando al azar, tomamos esta dirección y pronto oímos la cantinela del agua.
Se desprende desde lo alto de una roca, cae en una balsa natural y rebota sobre unas piedras antes de ir a desperezarse sobre un lecho de berros. A la sombra ha invadido el camino del regreso, pero la luz se detiene sobre las cimas coronadas de ligeras nubes sonrosadas; luego se escapa bruscamente. La noche llega y la dorada mirada de la primera estrella se desliza sobre la tierra.
Después de la cena, siempre tardía, los jóvenes danzan en círculo, dándose la mano: es la sardana, tan linda de contemplar. Otros se dan mutuas lecciones franco-españolas o simplemente conversan. A medianoche, cada cual, dadas las buenas noches, se dirige su habitación.

A los Señores Casanovas, en recuerdo de su buena acogida.
Julio de 1956.

I al seu costat, hi trobem manuscrit: De Mme Monsegur de Nimes traducido por el Reverendo Mosen Barbal, entonces de la parroquia de Maranges.

Tenim aquí clients que fa molts anys que venen, altres que potser és el seu primer any. Cadascú tindrà un record del seu primer dia. Ens agradaria que compartissin amb nosaltres els seus records, ho poden fer per carta com van fer la Mme Montsegur o utilitzant les noves tecnologies. Tenim més de 2000 fans a Facebook i per tant, un comentari allí és mostrat al segon a 2000 persones. Les coses canvien però segurament ens podem seguir sentint fascinats per les mateixes coses.

I per cloure aquest discurs, un any mes felicito a la meva padrina, la Sra Maria Teresa Isern Planas, fundadora de l’Hotel Muntanya a qui li dediquem un fort aplaudiment.

I tots plegats agrairem als organitzadors voluntaris d’aquest concurs i aquesta festa i a tots els participants del concurs de petanca amb un altre fort aplaudiment.


Prullans, 15 d’Agost de 2011