Aquest
any tinc una novetat en el discurs i és que per primera vegada en aquests anys
no l’he escrit jo. Resulta que el va escriure una client francesa el 1956. Però
tranquils, que no el faré en anglès sinó en una altra llengua que malgrat no
ser la nostra, tots la podeu entendre. Us llegiré una crònica que va fer Mme Montsegur el 1956 narrant el seu primer
viatge i el seu primer dia a l’hotel Muntanya. Fins i tot el fet que el tinguem
en castellà ens situa perfectament en aquella època doncs resulta que aquesta
Mme ho va enviar a un mossèn de Meranges que va conèixer a l’hotel i aquest ens
ho va enviar en castellà per tal que ho féssim arribar a les seves amistats de
Prullans. Van ser d’aquells primers clients francesos que van portar la
tradició de la petanca al nostre hotel. Aquestes clients van venir mentre la
salut els ho va permetre. Us ho llegeixo tal qual:
Un
domingo radiante, cerrando la puerta de la rutina de la vida cotidiana, para
todo un mes, partimos.
El
tren se nos lleva hacia los Pirineos catalanes españoles. Por la ventana del
departamento miro deslizarse el paisaje de verano salpicado de sol.
Al
filo del mediodía llegamos a Bourg-Madame. Una banal pequeña estación nos
acoge, lejos del a ciudad.
Después
de las formalidades en uso en la aduana francesa, vamos a la aduana española
donde otras formalidades nos esperan.
Por
fin, salvada la barrera atravesada sobre la carretera, entramos en España, en
Puigcerdá.
Dejando
atrás la ciudad edificada sobre una altura, cogemos un autocar en dirección de
Prullans.
Como
el vehículo rueda sin prisa sobre la carretera inundada de luz, miro
desplegarse el panorama: montañas rocosas de Cerdaña que se dirían
espolvoreadas de escarcha bajo el sol que las ilumina, río caprichoso que, muy
cerca, fluye a pleno cauce, y se aleja luego para juguetear otra parte,
enhiestos chopos que se destacan sobre el cielo de un azul intenso,
aglomeraciones de viejas casas enanas.
Ante
un poste indicador, sobre le borde de una pequeña carretera, el autocar se
detiene; estamos en la parada de Prullans, hay que apearse.
Para
conducirnos al pueblo que se esconde en el flanco del monte, un carruaje ha
venido a buscarnos.
Es
un coche antiguo, montado sobre dos grandes ruedas y otras dos más pequeñas,
con cubierta descapotable.
Con
la ayuda de un estribo elevado nos encaramos para tomar asiento sobre la
banqueta, y este modo de locomoción para la última etapa constituye una
divertida novedad.
Al
ritmo lento de la caballería, el coche sube la pendiente; trato entonces de
descubrir el villorio que va a recibirnos.
No
se divisa ningún edificio; aquí y allá algunas vacas en los prados, o un
pequeño rebaño de ovejas en la cuesta reverdeciente; sólo un arroyo cayendo una
cascada viene a perturbar el apacible encanto de la montaña.
De
pronto aparecen a un recodo las primeras casas de Prullans, y, dominándolas con
su par de pisos, el Hotel Montaña donde residiremos en lo qe duren nuestras
vacaciones.
Es
un edificio de reciente construcción, concebido en acorde con el paisaje.
A
lo lardo de la fachada de piedras grises, trepan las rosas que decoran
deliciosamente los balcones rústicos.
En
la puerta del hotel nos acogen los amos con su buen gracejo familiar; Más tarde
vendrán a juntarse de nuevo con nosotros para charlar un rato; pero la tarde
está avanzada, hay que ir a la comida.
Ante
todo nos introducen en la habitación que nos es reservada en el segundo piso.
Allí
nos lleva una escalera, impregnada del efluvio agreste de la madera fresca.
La
pieza es ancha, de sobrio mueblaje, pero confortable de una exquisita limpieza. Entre las dos
camas, sobre la pared encalada, un pequeño cuadro de la Sagrada Familia ,
pone una nota piadosa.
Del
otro lado, la ventana encuadra la cadena de montañas que recorta sus picos
aserrados en el horizonte.
Son
las tres cuando penetramos en el comedor, donde se está terminando a penas la
comida, ya que estas se sirven muy tarde en España. La larga sala de
embaldosado rosa es clara y agraciada. Junto a las bayas que se abren sobre la
terraza florecida, están dispuestas unas pequeñas lámparas de madera y cordaje
en forma de proa de nave.
Aparece
en prolongación un salón amuelado según el mismo estilo, adornada con un águila
disecada, la cual, encima de la puerta despliega sus alas a punto de tomar el
vuelo.
Y
la jornada se acaba en la instalación de nuestra provisional estancia que
queremos nos resulte atractiva.
Al
día siguiente, el hotel se despierta a todos los rumores de la vida, traídos
por el nuevo día que se anuncia radiante.
Respiro
entonces en la ventana el aire fresco de la mañana, impregnado de olores
indefinidos: hierba húmeda de rocío, heno cortado, trigo segado.
En
el cielo, las golondrinas se persiguen con gritos embriagadores, y en su loca
carrera, llegan a rozar el canto de la techumbre.
Abajo,
la pradera desciende la cuesta hasta la pequeña carretera polvorienta que
serpentea hasta tanto que se junta con la otra más importante la cual, más
abajo, se prolonga de un lado hacia puigcerdà y del otro hacia Seo de Urgel.
En
el horizonte, las montañas perfectamente dibujadas se destacan con precisión
como sobre un mapa.
Hay
pequeños pinos diseminados sobre las primeras estribaciones, luego es la imagen
de la sierra con sus picos rocosos, y cuyos flancos conservan todavía bloques
de nieve que refulgen al sol naciente.
Después
del almuerzo, vamos a reconocer al pueblo edificado a 1100m. de altura, en la
falda de la montaña, estirada de arroyuelos, perfumada de espliego.
Se
nos presenta en toda su rústica simplicidad, con sus callejones de línea caprichosa,
alfombradas de heno, orladas de casas de campo, de pequeñas viviendas cuyos
balcones florecidos perforan la uniformidad de las viejas fachadas.
Antes
de llegar a la plaza, cerda del abrevadero, una avenida estrecha conduce a la
iglesia pobre y rechoncha, empotrada en una casa de payés de la que nada la
distinguiría a no ser por el campanario cuadriculado, en el cual del
amontonamiento de los techos emerge con su flecha limpiamente inscrita sobre el
fondo oscuro de la montaña.
Todo
está en calma y silencioso; luego el silencio se anima con el susurro de los
álamos, el rechinar de una aserradora rudimentaria, la canción de una lavandera
acompañando el quebrarse del agua, el toque del reloj desgranando las horas.
Tal
es nuestro pueblo de vacaciones, llamado Prullans.
¡Cuántos
variados placeres en el rodar cotidiano de estas vacaciones!
El
sol mañanero alumbra nuestros paseos por el cercano monte.
Aquí,
después de las últimas casas, no hay árboles ni zarzales espesos sino
pendientes azuladas de espliego, de este fono espliegos de aroma delicioso y
fresco.
A
veces, un ciruelo silvestre, enmarcando el camino nos ofrece sus frutos
agridulces, o un torrente brioso su onda cristalina.
Vamos
subiendo siempre más arriba para alcanzar el repecho y descubrir nuevos
horizontes.
Allí,
el panorama es a la vez dulce y áspero: algunas espigas rubias inclinan sus
cabezas al viento ligero, más lejos una casa solitaria, una capilla abandonada,
una cabaña de pastor proyectan sobre el infinito sus cenceñas siluetas que nos
atraen.
La
alquería llamada Oren es antigua, sus viejas murallas conservan todavía en los
ángulos las atalayas del tiempo de los moros.
La
capilla está cerrada, no podemos entrar. La cabaña nos dispensa su sombra
discreta.
La
bajada es rápida pues el sol calienta y hay que abrigarse de su ardor. Hacia el
mediodía llegamos al hotel, pero más de dos horas nos separan de la comida, el
tiempo de jugar un bridge.
La
mesa de juego está colocada frente a la sierra, bajo la pérgola que alegran las
dalias y las rosas, y la partida empieza.
A
veces el amo del hotel, cuya hospitalidad es tradicional, viene a buscarnos
para ir a su bodega a catar un vinillo tinto.
En
fila india, vaso en mano, desfilamos ante el tonel, que mana un vino suavemente
coloreado, de muchos grados y seco como un trallazo.
En
lo más alto del pueblo, hay un camino que conduce a la fuente.
Después
de la siesta, paseando al azar, tomamos esta dirección y pronto oímos la
cantinela del agua.
Se
desprende desde lo alto de una roca, cae en una balsa natural y rebota sobre
unas piedras antes de ir a desperezarse sobre un lecho de berros. A la sombra
ha invadido el camino del regreso, pero la luz se detiene sobre las cimas
coronadas de ligeras nubes sonrosadas; luego se escapa bruscamente. La noche llega
y la dorada mirada de la primera estrella se desliza sobre la tierra.
Después
de la cena, siempre tardía, los jóvenes danzan en círculo, dándose la mano: es
la sardana, tan linda de contemplar. Otros se dan mutuas lecciones
franco-españolas o simplemente conversan. A medianoche, cada cual, dadas las
buenas noches, se dirige su habitación.
A
los Señores Casanovas, en recuerdo de su buena acogida.
Julio
de 1956.
I
al seu costat, hi trobem manuscrit: De Mme Monsegur de Nimes traducido por el
Reverendo Mosen Barbal, entonces de la parroquia de Maranges.
Tenim
aquí clients que fa molts anys que venen, altres que potser és el seu primer
any. Cadascú tindrà un record del seu primer dia. Ens agradaria que
compartissin amb nosaltres els seus records, ho poden fer per carta com van fer
la Mme Montsegur
o utilitzant les noves tecnologies. Tenim més de 2000 fans a Facebook i per
tant, un comentari allí és mostrat al segon a 2000 persones. Les coses canvien
però segurament ens podem seguir sentint fascinats per les mateixes coses.
I
per cloure aquest discurs, un any mes felicito a la meva padrina, la Sra Maria Teresa
Isern Planas, fundadora de l’Hotel Muntanya a qui li dediquem un fort
aplaudiment.
I
tots plegats agrairem als organitzadors voluntaris d’aquest concurs i aquesta
festa i a tots els participants del concurs de petanca amb un altre fort
aplaudiment.
Prullans, 15 d’Agost de 2011
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